2006-08-21 6386 lecturas
Leopoldo Lavín Mujica
Especial para G-80
Constitución ilegítima y Asamblea Constituyente
Por fin se comienza a hablar de la Constitución Política de Chile, y al hacerlo se pone de manifiesto su
carácter antidemocrático.
Hay trampa y vicio de fondo si el mecanismo plebiscitario es considerado “inconstitucional”. Si éste no está
contemplado en la Constitución. Si la Consulta Nacional no figura en la Carta misma cuando se trata de
desembarazarse del sistema binominal ilegítimo, puesto que excluye la representación popular (de una parte del
demos).
Pero el intercambio de posiciones en el Chile de hoy se hace en los términos y con esa ambigüedad propia de la
fronda política hegemónica. Aquella conformada por las dos corrientes de elites políticas: la concertacionista
y la alianza de las derechas.
Exceptuando las últimas declaraciones de la Sra. Presidenta reafirmando su voluntad democrática de someter a
plebiscito el tema del cambio del sistema electoral. Pero habría que librar la batalla democrática. Sostener
contra las corrientes autoritarias que las elites políticas deben someterse al veredicto de la voluntad popular
después de un debate nacional esclarecedor en el cual se forme la opinión ciudadana.
Soslayando lo esencial, la Constitución chilena no estipula la posibilidad del mecanismo de consulta nacional
para resolver problemas fundamentales que la sociedad civil y ciudadana considera importantes. El plebiscito se
aplica a las situaciones que el redactor codificó como constitucionales. Y el redactor fue designado a dedo por
la dictadura.
Jürgen Habermas, el filósofo alemán que luchó contra las tesis nazis-autoritarias en boga en la Alemania de la
posguerra, en su libro “Derecho y Democracia” (1992), defiende la tesis de que el Estado de Derecho no se
reduce sólo al aspecto legal (1). El ‘Orden legal’ debe apoyar su justificación de legitimidad en normas
morales. Estas normas morales deben expresar intereses que pueden y deben ser generalizados. Es decir, la
credibilidad de las leyes proviene de la aprobación razonable y del acuerdo libre (resultado de la deliberación)
de todos los ciudadanos implicados.
Para constituir un orden legítimo en Chile fue necesario un momento fundador. Que no existió. Había que iniciar
un proceso de ruptura democrática con el orden legal dictatorial.
La nueva constitución democrática –por hacerse- debe estar vinculada a un procedimiento de la formación
racional de la voluntad popular. Como es inmoral desde el punto de vista democrático imponer o aceptar una
constitución forjada en un contexto dictatorial, cabe llamar a una Asamblea Constituyente, donde el poder
constituyente esté conformado por todos los ciudadanos de una nación.
La historia constitucional chilena, desde la Constitución del 80’ y sus Leyes Orgánicas (como la LOCE, sobre la
educación, considerada como un bien privado y mercantil) redactadas por la pinochetista Comisión Ortúzar, es
sinuosa y plagada de afrentas al espíritu democrático. Una Carta Fundamental cuya génesis misma es la antítesis
de un proyecto de constituyente democrática.
Por lo tanto, un gran debate promovido por un gobierno ciudadano tendría que plantear la necesidad de elegir
una Asamblea Constituyente que redacte una nueva Constitución democrática y moderna. Y que contemple el
mecanismo plebiscitario de consulta popular como resguardo del poder constituyente, que no es otro que el
conjunto de los ciudadanos constituidos en asamblea o cuerpo político, deliberante primero, y de electores
luego.
Ensimismadas y algo narcisistas hasta la tragicomedia, se autorrepresentan las elites. Más preocupadas por
espectacularizar la escena política con las disputas por la candidaturas presidenciales del 2009 que por los
problemas sociales, económicos y políticos urgentes que viven las mayorías ciudadanas. Para elevar el debate y
plantear con claridad los dilemas; para eso fueron elegidos. Para despejar las perspectivas y no para levantar
polvo o apalear nubes.
¿Acaso la esencia misma de un plebiscito no es su carácter de mandato imperativamente vinculante con la
expresión mayoritaria de la voluntad popular; de la mayoría simple, de la mitad más uno de los votos emitidos?
En el caso contrario -de plebiscito sin mandato vinculante-, se trata de una caricatura de plebiscito donde una
vez más la fronda elitista deformará -como lo está haciendo- vía las dilatorias negociaciones, las ansias
democráticas de la ciudadanía.
Para evitar las manipulaciones, para precaverse de los riesgos de distorsión de la voluntad ciudadana por los
operadores políticos de la fronda, el requisito fundamental es la claridad de la fórmula. O sea, la pregunta
ante la cual los ciudadanos se pronunciarán no debe dar lugar a confusiones.
Nada extraño que las derechas se opongan al plebiscito. Como siempre en las cuestiones jurídico-
institucionales muestran la hilacha. En esos casos, aparece llanamente su filiación autoritaria y sus
concepciones restringidas de la democracia representativa de corte tecnócrata, con un marcado sesgo oligárquico
y plutocrático. La razón: el temor a la expresión de la voluntad soberana de las multitudes ciudadanas.
La pregunta planteada a los ciudadanos debe ser del tipo: ¿Está usted de acuerdo con cambiar el sistema de
elección binominal por uno democrático, con un sistema o fórmula proporcional de elección de los representantes
de la Nación con el objetivo de democratizar el sistema político permitiendo el acceso al parlamento a todas las
organizaciones políticas representativas? Sí o No.
Someterse a la voluntad popular en las cuestiones políticas fundamentales es el postulado de base de una
sociedad democrática. Más aún tratándose del procedimiento utilizado para la elección de sus representantes y
principalmente cuando el binominalismo es un apéndice instrumental de una Constitución con sello autoritario,
redactada por la comisión Ortúzar.
Tal “Carta Magna” debió haberse derrumbado como un castillo de naipes después de la arremetida ciudadana,
popular y de las clases trabajadoras en la lucha por democratizar la sociedad y destruir los bastiones del
régimen militar y empresarial. Pero fue salvada. Quedó como emblema de la transición pactada entre elites. De
telón de fondo de ese espacio político donde el relato simbólico es el reconocimiento mutuo de los
“interlocutores validos”.
Un juego de espejos que crea ilusiones y que busca camuflar las bases de un modelo donde la división entre
elites-gobernantes y ciudadanos gobernados se superpone a la fractura explotadores/explotados.
En efecto, el discurso ideológico de la “transición” ha sido durante 16 años la clave de la legitimación
contextual del régimen político de exclusión. La ideología de la transición fija un puerto de llegada que
corresponde al imaginario de las elites: la democracia representativa, formal, elitista; y en el caso chileno,
de corte autoritario.
Trampa para las izquierdas. El discurso de la “transición” las ha mantenido en una situación de espera,
dependiente de los buenos oficios de los operadores de la Concertación. La propuesta de Asamblea Constituyente
pudo haber servido como instrumento de pedagogía política de la Izquierda para explicar el carácter
antidemocrático de la Constitución actual y la necesidad de continuar la lucha por más democracia política,
social y económica. Para presentar el paradigma democrático del siglo XXI como entrando necesariamente en
contradicción con las fuerzas globalizadoras y antidemocráticas del capital.
La única transición posible de Dictadura a Democracia es aquella que se hace cuando el poder constituyente es
democrático (todos los ciudadanos). Es el retorno a la fuente originaria del poder político o a la política
como auto-institución (ni divino-trascendente, ni oligárquica, ni sanguínea) de la sociedad. El poder
constituyente es el único poder competente, política y moralmente, para constituir poderes (las instituciones y
las leyes) para gobernarse (2).
Concluyendo, el poder constituyente reside en el pueblo ciudadano y cuando los poderes han sido mal constituidos
--como el parlamento excluyente, la institución educativa, el sistema tributario o el sistema de reparto de la
riqueza-- es porque el pueblo no fue consultado en la redacción --ni en las reformas-- de la mentada
Constitución. En este caso, eminentes constitucionalistas (el mismo Habermas), en experiencias históricas
similares, han planteado la invalidez e ilegitimidad de tales constituciones e, incluso, la legitimidad de la
desobediencia civil en este tipo de circunstancias.
(1) Los debates alemanes entre 1950 y 1990 son esclarecedores. J. Habermas, fue discípulo de eminentes miembros
de la Escuela de Francfort. Se aleja del marxismo sin tirar por la borda su arsenal crítico cuando se trata
analizar la irracionalidad del capitalismo y la tecnociencia a su servicio. Se inscribe en la corriente de la
deontología racionalista kantiana al poner el acento en el deber y en lo justo como imperativo para actuar.
Columnista de los grandes cotidianos, en política, polemiza contra los conservadores incrustados en la
Democracia Cristiana alemana y critica la concepción del Estado legalista-autoritario de Karl Schmitt (“Ese
legalismo del Estado de Derecho no nos preservó del legalismo de Hitler”). Fue uno de los primeros
intelectuales en estudiar el fenómeno neoconservador, tanto alemán como norteamericano, en un artículo en ‘Les
Temps Modernes’ de 1973, donde defiende los valores de la Modernidad y la Ilustración (Aufklärung) contra las
ideas neo-platónicas elitistas y autoritarias de los “straussianos” . Hoy se insurge contra el “darwinismo
social” que sostiene que los más “performantes y afortunados’ deben gobernar” (“Esta mierda intelectual de la
cual creímos habernos desembarazado vuelve como guiso recalentado”, Habermas). Su consigna es la misma del
Premier Willy Brandt, un auténtico socialdemocrata alemán: “Siempre correr el riesgo de más democracia”.
(2) Es la perspectiva de autores como Baruch Spinoza, Antonio Negri, Giorgio Agamben, Daniel Bensaïd, Slavoj
Zizek, Pierre Mouterde y otros.
Leopoldo Lavín Mujica es Profesor del Departamento de Filosofía del Collège de Limoilou, Québec, Canadá.
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